EXPERIENCIALES Lenguajes
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   Las experiencias son las riquezas que vienen de fuera y se transforman en fuerzas que configuran poco a poco la personalidad del ser humano. Nada hay tan influyente como lo que recogemos por los sentidos, integramos en la estructura de la personalidad y convertimos en energía que tiende a la realización en cada momento de nuestra vida.
   En cierto sentido, cada hombre es lo que le ha hecho la experiencia de su vida, lo que ha vivido y lo que ha asimilado en su interior.
   Sin experiencias, al hombre le posee el vacío. Sería como vasija sin nada dentro, aunque posea ideas en la cabeza y sentimientos en el corazón. Pero ideas y sentimientos no tendría el sello de autenticidad y realidad que le otorga lo que se ha experimentado.

   1. Experiencia y lenguaje

   La experiencia es siempre relativa, no absoluta. La capacidad receptiva de cada uno es limitada. Por eso tiene importancia decisiva saber seleccionar las experiencias que llegan y sacar de ellas el mayor provecho
   Incluso es enriquecedor aprovechar la experiencia de los demás. A través de la comunicación, la experiencia ajena se hace también propia.
   Los lenguajes experienciales son aquellos que sirven para transmitir a otros nuestras experiencias o para recibir de los demás las que ellos reali­zan. Son lenguajes cálidos, personales, ínti­mos, prácticos. Aluden a los hechos de vida. Expresan lo que queda después de ha­ber vivido algo.
    Comprometen toda la personalidad: la inteligencia con información, la voluntad con insinuaciones, la afectividad con actitudes y sentimientos. Por eso las experien­cias vividas por uno mismo, o las recibidas de los demás, son la plataforma en que se apoyan nuestros criterios, nuestras motivaciones y nuestras decisiones, actitudes y prefe­rencias.
   Al catequista le interesan las experiencias y los lenguajes experienciales por dos motivos. Primero como realidades humanas que suscitan for­mas vivas de educar la personalidad y los valores de sus catequizandos. Pero en segundo lugar le interesan como cauce de la ex­presión de la fe, pues las experiencias religiosas acercan a lo espiritual, a lo trascen­dente, que de por sí es inasequi­ble a no ser que se perciba y se exprese con lenguajes humanos.


  

2. Tipos de experiencias

   No siempre podemos enriquecernos con las experiencias mejores, pues la mayor parte de ellas nos vienen sin buscarlas, debido a la marcha de la vida y a nuestras limitaciones personales y ambientales.
   Unas veces las experiencias son convenientes y positivas y en ocasiones surgen las adversas. Las negativas pueden resultar perturbadoras y contraproducentes. Pero también pueden enriquecer la personalidad. Hay que mirarlas con comprensión y serenidad, pues no siem­pre se pueden evitar. Labor del educador será "aprovecharlas" en lo posible.
   En los planes educadores, pues, el catequista debe trabajar con los dos tipos de experiencias básicas: las buenas y las malas. Y debe recordar que debe aprovechar las propias y las ajenas.

   2.1. Las propias y personales

   Son las más imprescindibles e influyentes. Afectan a la propia vida, sean voluntarias o involuntarias.
   La labor del educador, del catequista, es doble. Por una parte, debe moderar las negativas en la medida de lo posible. Asumiendo la realidad de la vida, es preciso desactivar sus efectos nocivos y suavizar sus aristas: desgracias, fracasos, escándalos, etc. Pero no hay que disimular la realidad de la vida y sus aristas.
   En lo posible el educador debe fomentar las experiencias positivas que gradualmente van contribuyendo a construir la personalidad: actos de solidaridad, contactos personales, convivencias, etc.

   2.2. Las ajenas y conocidas

   Muchas experiencias proceden del entorno y suponen sorpresa y, en oca­siones, curiosidad. Afectan en la medida que son cercanas por la índole de la misma experiencia o por la  identidad y proximidad afectiva o real del que las experimenta.
   Los que se relacionan con nosotros, nos transmiten lo que ellos han sentido o vivido y nos comunican sus efectos a través de la información. La mayor parte de los datos vitales que nos llegan proceden de los demás. Aunque sean menos vivos y profundos que los personales, contribuyen mucho a orientar nuestra mente, nuestra voluntad y nuestra afectividad.
   Sean positivas (alegrías, progreso, sorpresas culturales, gozos estéticos o morales) o sean negativas (desventuras, miedos, bloqueos), son fuentes de vida y motivo de enriquecimiento.

   2.3. Lo común en toda experiencia

   Sea positiva o negativa, sea propia o sea ajena, la experiencia siempre conmueve la persona, tanto más cuanto más intensa sea ella y cuanto más receptiva sea la personalidad del receptor.
   Lo que nunca falta en toda experiencia es su eco posterior en forma de recuerdo y con propensión a la repetición o al temor de que se haga presente de nuevo.
   Los comportamientos que se apoyan en la experiencia son más humanos que los basados en las ideas o en los sim­ples sentimientos.

   3. Tipos de lenguaje expe­riencial

   Pueden darse tantas situaciones experienciales que resultan difícilmente clasificables. Pero más que el rigor antropológico en el análisis de los hechos lo que interesa ahora es valorar como la experiencia habla a la vida y como podemos entender lo que una experiencia nos dice por medio de sus efectos.

   3.1. Hay encuentros personales.   

   Sin palabras, pero con actitudes, lo que se vive de forma compartida es más efectivo que lo que se asume de forma solitaria.
   Por eso el hecho vivo, nuevo, impactante que se comparte conmueve la sensibilidad y vinculan al hombre real que ofrece sus valores y al hombre receptivo dispuesto a recibirlos.
   La relación con personas que reflejan ciertas dotes comunicativas es la experiencia más significativa que se puede recibir, al menos en los años del desarrollo de la personalidad.
   + A veces pueden ser resultado de visitas, preparadas o improvisadas, en donde se producen diálogos, intercambios, colaboraciones, servicios, que abren cauces nuevos a las personas.
   + La "comunicación de vida", o aportación de los propios sentimientos, puede resultar muy provechosa, cuando existe algún factor de especial incidencia: vivencias fuertes, situaciones difíciles, sufrimientos, dones espirituales (o místicos) que superan lo lógico y lo afectivo.
   + Entre esos encuentros personales, podemos resaltar los encuentros con indigentes: mendigos, enfermos, ancianos desatendidos, encarcelados, hospicianos... La experiencia en estas ocasiones reviste carácter de servicio altruista, pero suele dejar un eco íntimo de sor­presa, pesar o admiración, que es factor positivo en la formación de la concien­cia y de la inteligencia.
 
  3.2. Adaptación al nivel

   Hay que huir por igual de la carencia total de experiencias, no saliendo nunca de los cauces preestablecidos, y también del experimentalismo que invade a quien siempre está deseando cosas nuevas, aunque sean ineficaces.
   El catequista, como todo educador, tiene que ser especial­mente sensible al lenguaje de la experiencia en niños y adolescentes.
  -  Si trabaja con niños pequeños, habrá que adaptarse con delicadeza a las circunstancias personales y familiares en que ellos viven. Pero siempre deberá buscar cauces y colaboraciones para que su catequesis no quede en simple actividad instructiva.
  -  Si lo hace con niños mayores y con preadolescentes, puede ya contar con sus capacidades de acción, con su pro­tagonismo y con el contexto escolar y social en el que ya viven.
  - Con los adultos ya se debe emplear otra estrategia. Dada su capacidad de elección autónoma, es bueno contar con su aquiescencia previa y es preciso actuar con el máximo respeto a su peculiaridad religiosa y moral.

 


 

 

 

   

 

 

 

   4. Experiencias religiosas

   Lo específico de la experiencia religiosa es su contenido y su repercusión espiritual en la conciencia, es decir cuando se transforma en vivencia.
   Las experiencias religiosas pueden ser de muchos tipos y alcances. Cuando sobrevienen sin pretenderlas, hay que aprovecharlas al máximo, pero con tacto y prudencia, como se hace con cualquier realidad humana.
   Cuando se preparan y disponen dentro de los proyectos y realizaciones educativas, deben ser programadas oportunamente. Pero, en cuanto religiosas, ponen en juego ciertos dina­mis­mos que con frecuencia escapan las previsiones o las exigencias. Por eso las experiencias difícilmente son programables, aunque no imprevisibles.
   No conviene llamar experiencias religiosas a determinadas situaciones afectivas o imaginativas que rozan los umbrales de la desviación: curiosidades morbosas, visiones, apariciones, expresiones supersticiosas de credulidad ingenua, etc.. La experiencia religiosa es sólo un cauce, no una meta. Es lenguaje, no mensaje.
   El catequista debe mirarla como recurso que existe y que hay que usar cuando resulta conveniente. No es la razón de ser de la catequesis. Suponen cierta voluntariedad, no imposición.



   4.1. Nuevos ámbitos vitales.

   Con frecuencia la vivencia de circunstancias no ordinarias en la vida suele resultar elemento positivo en la forma­ción personal. Pueden citarse muchos modelos en esta dirección y sentido:
   - viajes con motivación piadosa, como es la visita a un santuario; non las peregrinaciones con sentido de oración o penitencia y no sólo de romería;
   - marchas o caminatas como gesto de solidaridad con una causa justa, sobre todo si se realiza con personas domina­das por los ideales elevados;
   - trato comunitario con personas que tienen la comunidad como forma de vida y cuando el que lo inicia lo hace fuera del habitual clima del propio hogar;
   - encuentros ecuménicos con creyentes de otras religiones o culturas, cuando se hacen con respeto, interés y claridad de ideas;
   - las estancias, o permanencia temporal, en otros ambientes o culturas, como son los lugares duros de trabajo, de margi­nación o de enfermedad. Si se hacen con actitud de entrega desinteresada, suelen enriquecer más a quienes las realizan que a los beneficia­dos con los servicios que se ejecutan.
   - los servicios misioneros, o trabajos realizado en un ambiente necesitado de países lejanos (o de cercanías), en el cual se aporta disponibilidad personal por motivos evangélicos o se convive con otros cristianos auténticos, suele ser en las edades juveniles, y hasta adolescentes, una buena plataforma de forma­ción cristiana.

      4.2. Modelos y ejemplos

   Es conveniente resaltar y fomentar lo que tiene de personal cada experiencia religiosa, haciendo lo posible para disponer cada acción conscientemente y sospechando que existen en cada ser huma­no una intimidad que debe ser respetada, encauzada y promocionada.
   Los lenguajes experienciales religiosos pueden ser muchos:
     + Una sesión de oración que se aprovecha "para decir lo que se siente" (como una terapia) con motivo de una circunstancia triste o alegre.
     + Una celebración sacramental cuidadosamente preparada y participada, con la que se transmite a los demás la fe, el arrepentimiento o los buenos deseos.
     + El encuentro con una persona que se ofrece a una conversación intensa, que habla y escucha, y es reflejo de su pro­pia riqueza moral.
     + Un acto de solidaridad con alguien que precisa ayuda o apoyos, sobre todo cuando se trata de situaciones.
     + Una limosna o ayuda realizadas por motivos explícitamente evangélicos y que sirve para decir lo que se comparte más que para dar un bien a otro.
     + Un encuentro ecuménico, misionero, vocacional con sentido dialogal de Iglesia en el cual se aparca momentáneamente cualquier afán proselitista.
   Estas y otras "formas de hablar" y que se suelen llamar "experiencias", pueden ayudar a entender y vivir la fe de mane­ra nueva, al desencadenar emociones, impresiones y reacciones en el orden espiritual.

   4.3. Experiencias significativas

   Algunas formas de expresar y de asimilar la propia fe adquieren su peculiar valor religioso cuando el que los promueve o los protagoniza se siente movido a ello por una intención neta­mente evangélica.
 
   4.3.1. Campos de trabajo

   Se han difundo entre adolescentes y jóve­nes en tiempos recientes. Son formas transitorias de ayudar al prójimo y de apoyar a personas necesitadas: ancianos, enfermos, marginados.
   Comienzan a ser expe­riencia cuando dejan de ser novedad. Constituyen un elemento de formación espiritual y ecle­sial si se acu­de para aportar esfuerzo sin esperanza de recibir agradecimiento.

   4.3.2. Jornadas de silencio

   * Las "experiencias de desierto", o de vida contemplativa, en la medida en que se pueden adaptar a quienes no tienen vocación "eremítica o cenobítica", pue­den resultar interesantes estímulos para la oración personal o eclesial.
   Suponen suficiente madurez y consolidación afectiva que capacite para asimilar sus efec­tos espirituales. No todos son capaces de soportar el aislamiento, aunque sea temporal, sobre todo si se pro­cede de ámbitos familiares o sociales ruidosos.

   4.3.3. Ante el sufrimiento

   Las experiencias con personas angus­tiadas, enfermos terminales, desarraiga­dos o perseguidos, deben también ser citadas como fuentes de enriquecimiento personal. Aunque uno no sufra en sí, aprende a sentir el sufrimiento ajeno. Incluso los menos emotivos por temperamento, pueden valorar lo que supone la angustia o la desesperación. Pero es preciso recordar que tales experiencias o actitudes de ayuda reclaman fortaleza personal intensa y real.
   El catequista hará bien en sacar provecho de lo que la naturaleza ha puesto como inevitable y la persona cataloga como desgracia: accidentes, enfermedades, fallecimientos, riesgos, errores y descarríos de personas queridas, etc.
   No se debe olvidar que también en este terreno hay experiencias personales condicionantes de la vida y las hay de otras personas de las cuales se puede sacar provecho.

   4.3.4  Taller de oración

   Como las palabras mismas indican se trata de algo activo, compartido y efectivo (taller) y de algo espiritual, comunicativo, interior (oración). Lo esencial en el taller es la oración y no sólo la plegaria, el contacto con Dios y no la simple satisfacción de necesidades afectivas.
   Los participantes en el taller tienen que sentirse voluntariamente reclamados a la plegaria. Si hay coacción, respeto humano, indiferencia, insensibilidad, agobio de tiempo, no puede haber "taller de oración"

 
 

   5. Los voluntariados

   Un recuerdo especial merece lo que hoy se denominan "voluntariados", que supone la oferta personal para alguna actividad, colaboración o servicio con carácter libre, gratuito y solidario.

   5.1. Significado y alcance

  Toda participación seria y verdaderamente altruista supone oportunidades de formación excelente. Sí es conveniente atender al cumplimiento de determinadas condiciones personales y grupales:
  - Diferenciar bien en el servicio lo que es activismo y afán de novedad.
  - No sacar de su contexto moderado un período corto de servicio voluntario.
  - Superar el individualismo y aprender a servir, que es siempre convivir.
  - Preparación adecuada para que no se reduz­ca a una simple aventura juvenil.
  - Descubrimiento de la solidaridad, que es el alma del voluntariado.
   Explícitamente no tienen por qué ser confesionales o basados en motivaciones religiosas. Pero suponen ordinariamente algo de naturales efectos espirituales en quien es capaz de hacer algo por los demás.
   Aunque muchas veces poseen cierto carácter naturalista, o incluso sus plan­teamientos son más deístas y laicos que providencialistas, más filantrópicos que evangélicos, el catequista debe ser muy sensible a ellos por su gran fuerza educativa.
   Sobre todo, cuando se trabaja con catequizandos jóvenes y adultos. De ellos se puede y se debe sacar todas las ventajas forma­tivas, en el orden humano y en el religioso.

   5.2. Modelos de "voluntariado"

   Cuando se da dimensión cristiana o evangélica estos voluntariados son cau­ce interesante de promover y encauzar gran cantidad de energías morales y espirituales en adolescentes y jóvenes.
   Por eso los promueven con interés los movimientos, asociaciones, grupos de signo confesional o, al menos, solidario y proyectivo.
   Algunas alusiones dan idea de su alcance y posible influencia.
   + Ayudar a ancianos agobiados por un trabajo que supera sus fuerzas.
  + Asistir sanitariamente y afectivamente a enfermos olvidados en hospitales o lugares de acogida.
   + Promover hogares y estancias en lugares en donde se puede ofrecer mo­delos de convivencia a personas que carecen de ella.
  + Colaborar en campañas de rehabilitación de marginados y drogadictos con la alegría de ver regenerarse personas desahuciadas.
   + Ayudar a deficientes físicos, motóricos o mentales, que carecen de atencio­nes familiares suficientes.
   + Participar en planes de alfabetización de adultos o de clases sociales sin recursos y caminos propios.
   + Servir a niños y jóvenes sin cauces de educación o de entretenimiento en ambientes carcelarios.
   + Acompañar a emigrantes y organizaciones de auxilios sociales.
   + Participar en campañas de asistencia para zonas de guerra y buscar medios para regenerar hogares y familias.
   Estos voluntariados están con frecuencia amparados por legislaciones benef­ciosas en muchos países desarrollados, si bien es general el deseo de mantenerlos como "movimientos y organismos no gubernamentales" (ONGs).
   A veces son promocionados por grupos que están en retaguardia: partidos, entidades comerciales, sectas y grupos religiosos, cuyos dirigentes pueden inclu­so tener intenciones menos altruistas que quienes se hallan en la vanguardia de la acción y realizan la tarea directa.
   Pero hay que aprovecharlos sea quien sea el que haga la acción buena y ofrezca la ayuda conveniente. En las dimen­siones cristianas, esos voluntariados deben mantenerse en explícita referencia a Cristo, modelo y líder de todo voluntariado, a su Evangelio, criterio último del amor a los hombres.